En la Vila había
dos maneras de tener un hijo, hacerlo de forma natural o a través de las frutas
y hortalizas. Así fue como Irene, finalmente, dio a luz a su retoño.
Irene se casó
con Jordi cuando apenas tenía diecinueve años, y antes de cumplir los veintiuno ya
era la comidilla del pueblo por ser demasiado estrafalaria y no haberse quedado
embarazada después de tanto tiempo.
A Irene le
gustaba la medicina natural, la botánica, la astrología y practicaba unas
posturas raras que aprendió en un libro de la India. Era una joven tímida,
introvertida, demasiado mística para las mujeres de la Vila, que entre friega y friega, entre la espuma y el chismorreo de los lavaderos comentaban que su tía había sido bruja.
A Irene aquellos cotilleos le traían sin cuidado, pero sufría al ver a los chiquillos corretear
alrededor del abrevadero, cazando renacuajos con las manos, encarcelándolos en sus cubos y llenando de carcajadas la colada mientras ella, a
pesar de tantísimas afán por quedarse preñada, no era capaz de tener un bebé al que arrullar de noche con sus brazos de
hiedra.
Su madre, la
señora Aurora, la animaba a no perder la esperanza y le decía que todo era
normal, que el primer hijo no llegaba a primeras, que algunas hembras tardaban
más que otras, pues la naturaleza, que es muy lista, da a cada cual su fruto a
su debido tiempo. Al principio Irene se consolaba pensando que la propia
obsesión se lo impedía, pero al tercer año sus amigas, casadas muchísimo más
tarde, empezaron a darse la enhorabuena y a tejer peucos y mantitas, mientras Irene, sentada en la mecedora
del salón, sentía que su huerto se ajaba por dentro.
La cosa empeoró después
del quinto año. Perdió las ganas de hablar con las vecinas, deshizo los baberos, gorros, bufanditas, el ajuar que había tejido durante largas noches y empezó a acusar a su marido
de no hacerle el amor como debía.
—No le pones pasión
y eso el cuerpo lo nota, se resiente a absorberte, a empaparse de tu nieve fundida.
—¿Y qué quieres
qué haga? Yo no puedo con esto, Irene, por favor. Me haces sentir un macho.
Solo falta que llame a un mamporrero.
Los zagales
del pueblo alborotaban aprendiendo a subirse a las carrascas y a tirarse
piedras unos a otros, y en la escuelita del canto repetían las tablas, los nombres
de los reyes, de los ríos, cordilleras, países, capitales, pero ninguna voz
llegaba a los oídos de Irene que solo escuchaba su desgracia.
Se mecían los
años y a cada balanceo se hinchaba de resignación y de
pena, pues, como dice el refrán, la procesión siempre va por dentro. Y,
por si fuera poco, las mujeres, ignorantes de su padecimiento, le daban la felicitaban en el mercado, —¿De cuánto estás Irene? Por fin, ¡qué bien!, y otra
—¿Cómo vas a llamarlo? ¿Es niño o niña?, —Con ese vientre, así como un melón,
de punta, seguro que es varón, así era el mío. Irene, gorda como un lechón,
enferma de tristeza y apatía, solo encontraba paz en las idas y venidas a los
puestos de frutas y verduras, esperando que, entre tantos aromas, frescura, texturas
y despertara su cuerpo de ese estado en
barbecho y quedara en cinta aquella noche.
Un sábado de
julio, mientras el sol filtraba entre las hojas sus primeros bostezos dorados,
Irene, con la esperanza de hallar en las huertas la calma que ofrecía ver
crecer el alimento, decidió tumbarse boca abajo, desnuda para que la fuerza vital del terreno llegara al interior de su persona. Escarbaba con las uñas la tierra y sus
lágrimas ungían las raíces de espinacas, patatas, coliflores, zanahorias,
pimientos y tomates.
Con los ojos
hinchados por las súplicas y su panza de sandía enferma, no podía siquiera ver
las gotas que la aurora confundía con lloros. De repente, escuchó uno puerta
que se abría, se dio la vuelta y observó a lo lejos que de dentro de los
lavaderos salía una mujer esbelta, muy morena de piel, llena de barro, con el
rostro arrugado por el sol y el cabello reseco como cepas. Se fue acercando
hacía donde estaba Irene y le dijo asustada.
—¡Quieta! ¿Quién
eres tú? No me mires, jírate. Quédate ahí, ¡no sigas!, deja al menos que me
cubra un poco.
La mujer la
miraba fríamente. Irene se arrastró en el fango, alcanzó la bata de algodón y
se la colocó tan deprisa como se escurren en los recovecos las lagartijas
cuando tienen miedo.
La mujer no
pronunció palabra. Estaba ciega, al menos eso parecía al observar sus ojos, dos
cristales opacos sin mirada, oscuros, profundos, como el agua estancada en el
fondo de un pozo. Llevaba un bulto atado a sus espaldas, envuelto en unas hojas
de espinaca. La tomó de la mano, le hizo un gesto para que la acompañara y se
fueron las dos al lavadero, calladas, flotando en la empatía de aquellos que
comparten secretos, en el silencio de la larga espera.
Una vez dentro,
por telepatía, Irene recibió el mensaje de meterse las dos en el agua, y
entraron juntamente en la balsa. El agua estaba helada, pero a Irene le pareció
perfecta. La mujer se sumergió en la balsa y ella hizo lo mismo. Allí deshizo
el nudo del zurrón y descubrió un refajo de verduras y frutas. Una a
una le fue dando las piezas con ternura. Irene las olía, las acariciaba
suavemente, les susurraba palabras dulces mientras las protegía en su seno. Primero
una escarola de cabellos rizados, luego una berenjena-pantorrilla, una coliflor
tripa, dos tomates mejilla, un par de brazos apio, almendras de ojos, naricilla
cereza, labios judía, unas peras por nalgas, melocotones piel, y cuando se dio
cuenta dormía un bebe verdura en su regazo.
La mujer, al ver
a Irene tan radiante, entusiasmada, repleta de ilusión y de esperanza, tomó al
niño en los brazos y con la mente, pues era el lenguaje con el que se entendían,
le pidió que tragara el hueso de tres melocotones que sacó del refajo y que
esperara unas cuantas semanas. Irene los tragó sin siquiera preguntar el por qué,
eso sí, tomo varios sorbos de la misma agua de la balsa para poder pasarlos por
la tráquea y, aun así, casi se atraganta. La mujer, con otro gesto
invisible, pidió a Irene que le devolviera a la criatura recién formada. La
tomo en brazos, salió del lavadero con el bebé a la espalda, y se metió en un
huerto muy cercano. Irene la siguió, paso por paso. Llegó al pozo de piedra que
regaba el campo de la huerta, y de un salto, cayeron ella y niño tierra adentro.
Irene volvió a
casa. La mañana empezaba a canturrear junto a los pájaros. Jordi todavía
dormía. Irene no era Irene. Se sentía ligera, aliviada, como si el agua del
baño de la balsa le hubiera desprendido de un gran peso. Las
mujeres no pudieron lavar nada aquel día, ni siquiera al siguiente, ni tres
días después. Al llegar al lavadero hallaron el agua putrefacta, olía tanto a envidia que tuvieron que vaciar la balsa entera, limpiar
el fondo con rasqueta y cepillo, llenarla con el agua del canal, y airear el
lugar una semana y media.
Irene no le
contó a nadie lo ocurrido. Volvió a la casa, se metió en la cama, y se
dejó llevar por los arrullos de su marido mientras la besaba.
A partir de
aquel día todo cambió. Empezó a deshincharse. Se sentía feliz, gozosa, incluso
hermosa. Paseaba ligera por el pueblo y hablaba con la gente y las tenderas. —Te
ves radiante, chica. Y otras cuchicheaban ¿Cuánto ha perdido? Lo menos 15 Kilos,
te lo digo ¡Si es que parece otra!
A medida que Irene iba recuperando sus ganas de vivir se intensificaron sus paseos diurnos para
recoger flores y hacer centros con ellas, sus baños de luna y avistamientos de
estrellas fugaces en verano, sus ropas tejidas a ganchillo...
Jordi no daba crédito. Una plaga de insectos acechaba su huerto y su
cosecha.
— Este año no
podremos salvar ni las patatas. Todo se enferma. Yo ya no sé qué
hacer. Hay que arrancarlo todo y plantarlo de nuevo.
Y así pasaba el
tiempo. Irene deshinchándose en la casa y Jordi matándose a trabajar en el
terreno.
Pero un día cayó
enferma. Ya no tenía fuerzas para andar por el campo ni ir al mercado. Su madre
se mudó con la pareja para ayudarla en las tareas diarias, y el vecino, Emilio,
que era un gran cocinillas y muy buen pastelero, le llevaba garbanzos con salsa
de almendra y huevo duro y pastel de boniato.
Una
mañana de finales de agosto Jordi estaba en la huerta intentado acabar con las
chinches. Aurora barría con esmero, Irene dormitaba en su mecedora de antaño y
Emilio se había acercado a la casa para llevar mermelada de cardos.
Llamaron a la
puerta y el cocinero se dispuso a abrir sin preguntar. Una mujer extraña se
erguía fuera. Parecía más bien una andrajosa, con la ropa roída y sin zapatos.
Llevaba un cesto con melocotones y le dijo que le comprara algunos. De repente
se escucharon gritos. Eran gritos de parto, y la tierra tembló de tanto
esfuerzo. Emilio entró corriendo a ver lo que ocurría y encontró a Irene con
tres melocotones en las manos y la entrepierna goteando sangre.
—Ha dado a luz a
tres, dijo Aurora llena de alegría.
Emilio,
confundido, volvió a la entrada para cerrar la puerta y despachar deprisa a la mujer,
pero no encontró a nadie, por mucho que miró a ambos lados de la callejuela.
Irene estaba
exhausta, derrengada. Aun así, tomó los melocotones con cuidado y dijo ‘Ahora
hay que esperar, se lo que digo’. Los tres eran hermosos. Rojos, peludos,
limpios. Los había dado a luz envueltos todos con su propia rejilla. De repente
uno se movió y explotó. Todos miraban a Irene y a los melocotones con ojos de
extrañeza y de pavor. El segundo empezó a girar a gran velocidad sobre sí mismo
y se centrifugó dejando solo su piel sobre el tablero. Finalmente,
el tercero, comenzó a dar golpecitos en la mesa y sacó un piececito y luego
otro, una mano, ahora un pie, después el hombro…
Emilio corrió a la huerta para avisar a Jordi,
Aurelia abrazaba a su hija emocionada. Irene, se abrió la camisa, y colocó la boca de su retoño, roja como un fresón, sobre su pecho rebosante de leche, dulce y redondo como una colmena.