miércoles, 2 de abril de 2025

Relato. Madre Tierra (ejemplo de realismo mágico)

En la Vila había dos maneras de tener un hijo, hacerlo de forma natural o a través de las frutas y hortalizas. Así fue como Irene, finalmente, dio a luz a su retoño.

Irene se casó con Jordi cuando apenas tenía diecinueve años, y antes de cumplir los veintiuno ya era la comidilla del pueblo por ser demasiado estrafalaria y no haberse quedado embarazada después de tanto tiempo.
 
A Irene le gustaba la medicina natural, la botánica, la astrología y practicaba unas posturas raras que aprendió en un libro de la India. Era una joven tímida, introvertida, demasiado mística para las mujeres de la Vila, que entre friega y friega, entre la espuma y el chismorreo de los lavaderos comentaban que su tía había sido bruja.

A Irene aquellos cotilleos le traían sin cuidado, pero sufría al ver a los chiquillos corretear alrededor del abrevadero, cazando renacuajos con las manos, encarcelándolos en sus cubos y llenando de carcajadas la colada mientras ella, a pesar de tantísimas afán por quedarse preñada, no era capaz de tener un bebé al que arrullar de noche con sus brazos de hiedra.

Su madre, la señora Aurora, la animaba a no perder la esperanza y le decía que todo era normal, que el primer hijo no llegaba a primeras, que algunas hembras tardaban más que otras, pues la naturaleza, que es muy lista, da a cada cual su fruto a su debido tiempo. Al principio Irene se consolaba pensando que la propia obsesión se lo impedía, pero al tercer año sus amigas, casadas muchísimo más tarde, empezaron a darse la enhorabuena y a tejer peucos y mantitas, mientras Irene, sentada en la mecedora del salón, sentía que su huerto se ajaba por dentro.

La cosa empeoró después del quinto año. Perdió las ganas de hablar con las vecinas, deshizo los baberos, gorros, bufanditas, el ajuar que había tejido durante largas noches y empezó a acusar a su marido de no hacerle el amor como debía.

—No le pones pasión y eso el cuerpo lo nota, se resiente a absorberte, a empaparse de tu nieve fundida.
—¿Y qué quieres qué haga? Yo no puedo con esto, Irene, por favor. Me haces sentir un macho. Solo falta que llame a un mamporrero.

Los zagales del pueblo alborotaban aprendiendo a subirse a las carrascas y a tirarse piedras unos a otros, y en la escuelita del canto repetían las tablas, los nombres de los reyes, de los ríos, cordilleras, países, capitales, pero ninguna voz llegaba a los oídos de Irene que solo escuchaba su desgracia.

Se mecían los años y a cada balanceo se hinchaba de resignación y de pena, pues, como dice el refrán, la procesión siempre va por dentro. Y, por si fuera poco, las mujeres, ignorantes de su padecimiento, le daban la felicitaban en el mercado, —¿De cuánto estás Irene? Por fin, ¡qué bien!, y otra —¿Cómo vas a llamarlo? ¿Es niño o niña?, —Con ese vientre, así como un melón, de punta, seguro que es varón, así era el mío. Irene, gorda como un lechón, enferma de tristeza y apatía, solo encontraba paz en las idas y venidas a los puestos de frutas y verduras, esperando que, entre tantos aromas, frescura, texturas y despertara su cuerpo de ese estado en barbecho y quedara en cinta aquella noche.

Un sábado de julio, mientras el sol filtraba entre las hojas sus primeros bostezos dorados, Irene, con la esperanza de hallar en las huertas la calma que ofrecía ver crecer el alimento, decidió tumbarse boca abajo, desnuda para que la fuerza vital del terreno llegara al interior de su persona.  Escarbaba con las uñas la tierra y sus lágrimas ungían las raíces de espinacas, patatas, coliflores, zanahorias, pimientos y tomates.

Con los ojos hinchados por las súplicas y su panza de sandía enferma, no podía siquiera ver las gotas que la aurora confundía con lloros. De repente, escuchó uno puerta que se abría, se dio la vuelta y observó a lo lejos que de dentro de los lavaderos salía una mujer esbelta, muy morena de piel, llena de barro, con el rostro arrugado por el sol y el cabello reseco como cepas. Se fue acercando hacía donde estaba Irene y le dijo asustada.

—¡Quieta! ¿Quién eres tú? No me mires, jírate. Quédate ahí, ¡no sigas!, deja al menos que me cubra un poco.

La mujer la miraba fríamente. Irene se arrastró en el fango, alcanzó la bata de algodón y se la colocó tan deprisa como se escurren en los recovecos las lagartijas cuando tienen miedo.

La mujer no pronunció palabra. Estaba ciega, al menos eso parecía al observar sus ojos, dos cristales opacos sin mirada, oscuros, profundos, como el agua estancada en el fondo de un pozo. Llevaba un bulto atado a sus espaldas, envuelto en unas hojas de espinaca. La tomó de la mano, le hizo un gesto para que la acompañara y se fueron las dos al lavadero, calladas, flotando en la empatía de aquellos que comparten secretos, en el silencio de la larga espera.

Una vez dentro, por telepatía, Irene recibió el mensaje de meterse las dos en el agua, y entraron juntamente en la balsa. El agua estaba helada, pero a Irene le pareció perfecta. La mujer se sumergió en la balsa y ella hizo lo mismo. Allí deshizo el nudo del zurrón y descubrió un refajo de verduras y frutas. Una a una le fue dando las piezas con ternura. Irene las olía, las acariciaba suavemente, les susurraba palabras dulces mientras las protegía en su seno. Primero una escarola de cabellos rizados, luego una berenjena-pantorrilla, una coliflor tripa, dos tomates mejilla, un par de brazos apio, almendras de ojos, naricilla cereza, labios judía, unas peras por nalgas, melocotones piel, y cuando se dio cuenta dormía un bebe verdura en su regazo.

La mujer, al ver a Irene tan radiante, entusiasmada, repleta de ilusión y de esperanza, tomó al niño en los brazos y con la mente, pues era el lenguaje con el que se entendían, le pidió que tragara el hueso de tres melocotones que sacó del refajo y que esperara unas cuantas semanas. Irene los tragó sin siquiera preguntar el por qué, eso sí, tomo varios sorbos de la misma agua de la balsa para poder pasarlos por la tráquea y, aun así, casi se atraganta. La mujer, con otro gesto invisible, pidió a Irene que le devolviera a la criatura recién formada. La tomo en brazos, salió del lavadero con el bebé a la espalda, y se metió en un huerto muy cercano. Irene la siguió, paso por paso. Llegó al pozo de piedra que regaba el campo de la huerta, y de un salto, cayeron ella y niño tierra adentro.  

Irene volvió a casa. La mañana empezaba a canturrear junto a los pájaros. Jordi todavía dormía. Irene no era Irene. Se sentía ligera, aliviada, como si el agua del baño de la balsa le hubiera desprendido de un gran peso. Las mujeres no pudieron lavar nada aquel día, ni siquiera al siguiente, ni tres días después. Al llegar al lavadero hallaron el agua putrefacta, olía tanto a envidia que tuvieron que vaciar la balsa entera, limpiar el fondo con rasqueta y cepillo, llenarla con el agua del canal, y airear el lugar una semana y media.

Irene no le contó a nadie lo ocurrido. Volvió a la casa, se metió en la cama, y se dejó llevar por los arrullos de su marido mientras la besaba.

A partir de aquel día todo cambió. Empezó a deshincharse. Se sentía feliz, gozosa, incluso hermosa. Paseaba ligera por el pueblo y hablaba con la gente y las tenderas. —Te ves radiante, chica. Y otras cuchicheaban ¿Cuánto ha perdido? Lo menos 15 Kilos, te lo digo ¡Si es que parece otra!
 A medida que Irene iba recuperando sus ganas de vivir se intensificaron sus paseos diurnos para recoger flores y hacer centros con ellas, sus baños de luna y avistamientos de estrellas fugaces en verano, sus ropas tejidas a ganchillo... Jordi no daba crédito. Una plaga de insectos acechaba su huerto y su cosecha. 

— Este año no podremos salvar ni las patatas. Todo se enferma. Yo ya no sé qué hacer. Hay que arrancarlo todo y plantarlo de nuevo.

Y así pasaba el tiempo. Irene deshinchándose en la casa y Jordi matándose a trabajar en el terreno.
Pero un día cayó enferma. Ya no tenía fuerzas para andar por el campo ni ir al mercado. Su madre se mudó con la pareja para ayudarla en las tareas diarias, y el vecino, Emilio, que era un gran cocinillas y muy buen pastelero, le llevaba garbanzos con salsa de almendra y huevo duro y pastel de boniato.

Una mañana de finales de agosto Jordi estaba en la huerta intentado acabar con las chinches. Aurora barría con esmero, Irene dormitaba en su mecedora de antaño y Emilio se había acercado a la casa para llevar mermelada de cardos.

Llamaron a la puerta y el cocinero se dispuso a abrir sin preguntar. Una mujer extraña se erguía fuera. Parecía más bien una andrajosa, con la ropa roída y sin zapatos. Llevaba un cesto con melocotones y le dijo que le comprara algunos. De repente se escucharon gritos. Eran gritos de parto, y la tierra tembló de tanto esfuerzo. Emilio entró corriendo a ver lo que ocurría y encontró a Irene con tres melocotones en las manos y la entrepierna goteando sangre.

—Ha dado a luz a tres, dijo Aurora llena de alegría.

Emilio, confundido, volvió a la entrada para cerrar la puerta y despachar deprisa a la mujer, pero no encontró a nadie, por mucho que miró a ambos lados de la callejuela.

Irene estaba exhausta, derrengada. Aun así, tomó los melocotones con cuidado y dijo ‘Ahora hay que esperar, se lo que digo’. Los tres eran hermosos. Rojos, peludos, limpios. Los había dado a luz envueltos todos con su propia rejilla. De repente uno se movió y explotó. Todos miraban a Irene y a los melocotones con ojos de extrañeza y de pavor. El segundo empezó a girar a gran velocidad sobre sí mismo y se centrifugó dejando solo su piel sobre el tablero. Finalmente, el tercero, comenzó a dar golpecitos en la mesa y sacó un piececito y luego otro, una mano, ahora un pie, después el hombro…

Emilio corrió a la huerta para avisar a Jordi, Aurelia abrazaba a su hija emocionada. Irene, se abrió la camisa, y colocó la boca de su retoño, roja como un fresón, sobre su pecho rebosante de leche, dulce y redondo como una colmena. 

 

viernes, 7 de febrero de 2025

El arte de la calumnia

 Concentración. La cucharilla no debe temblar. No delante de las demás. La coge con todo el control del que es capaz, y remueve la infusión. El azúcar se disuelve bajo su mirada fija, no se atreve a levantarla. Escucha a medias los comentarios airados, como una lluvia insistente y pesada. La cabeza se le va hundiendo entre los hombros. Protección, huída o lucha.  Cada célula de su cuerpo se debate en la elección. Apoya las dos manos en la mesa y suelta todo el aire en un largo resoplido. Levanta finalmente la mirada para repasar las de todas, una a una.

— Hermanas, la calumnia es un arte, y vosotras sois unas miserables aprendices. Sobre todo miserables. No os merecéis ni el placer que os provoca. Ofidias, caranchas. El cadáver todavía palpita, pero lo seguís apuñalando.


Se puso de pie dolorosamente y se tomó un minuto para recuperar la compostura. El hábito arrugado no mermaba ni una pizca su aura de ménade amenazante. Las hubiera estrangulada una a una, solo para librar al mundo de ese cónclave de sabandijas.


miércoles, 5 de febrero de 2025

Una historia enlatada


Desde que trabajaba allí, la chica había adquirido una mirada  fija y vidriosa, como de llanto fosilizado. Tal vez imaginaba todas esas vidas que ya eran muertes cuando desfilaban ante ella. Vidas despreocupadas, danzarinas, escurridizas, inocentes. Las manos se movían rápidas como siempre, atentas a la disciplina de la producción: sardina, sardina, sardina, tapa, fuera. Ocho horas cada día duraba la comunión de criaturas dolientes, las de las tumbas metálicas y la del delantal impermeable.

sábado, 25 de enero de 2025

Las indias


La noche es fría y limpia, Carmen mira al cielo estrellado, estirada en medio del campo abierto. Tiene la mente en blanco, se deja ir y es como morirse un poco. Siente que el frío y la luz plateada le limpian el alma. Hoy ha caminado un trecho largo, el barranco salado, el viento amargo, el sol picante, nada de agua. Esta tierra siempre tiene sed. En el fondo del valle, se desparraman las lucecitas de un pueblo, sobre el telón arrugado de la montaña. Carmen está preñada. Una curva suave, apenas visible en su cuerpo fuerte. Le pesa lo justo. Se enfila a la calle única del pueblo y golpea una de las puertas, entreabierta y ruinosa como todas. El silencio siempre la tranquiliza, le acalla los pensamientos. Cuando el silencio reina, ella se siente segura.
    — Buen día, amiga… He caminado muchos días y muchas noches. No soy nadie y no vengo de ninguna parte… ¿me deja pasar? La mujer la repasa con la mirada, sin sorpresa ni desagrado, las hermanas del polvo y el cansancio se reconocen.
    — Comida no hay mucha, pero si quiere descansar unos días.. esta es su casa.

La arena bailotea fuera, compone círculos y trayectorias imprevisibles, se asoma por debajo de la puerta, sin ganas de parar en ninguna parte. Carmen y Gregoria congenian. Un jarrito hierve en el fuego. Se pasan el mate en silencio. El parto fue sencillo, no llamó la atención de nadie. La bebé está tranquila y ella también.
— ¿La espera alguien a usted?
— No…  nunca me esperó nadie. Parece que escapo, pero estoy siempre volviendo.
— ¿Seguirá viaje?
— Seguiré viaje, a ella se la dejo. Se llama Mercedes. Cuando quiera irse, déjela. Solo le pido eso.
    Una mañana sin sol, sin nubes, de aire marrón, Carmen desapareció de nuevo en el desierto. Cada paso hacia la inmensa nada le va devolviendo la fuerza. También dormir al raso, sin sueños, hundida en la tierra que se traga su angustia. El siguiente pueblo y el siguiente y el siguiente la ven llegar e irse. No mira atrás. Ni una vez.
    Mercedes nació sabiéndose una extraña. Por eso crece sin preguntar nada. Esta mañana, como todas, despierta en su cama bajo la manta tosca y respira profundamente, descubriendo los olores nuevos de siempre. La claridad de la mañana apenas se intuye. La puerta, la ventanita, la silla, las cortinas, son como apariciones. Nada le resulta demasiado familiar. Se pone las zapatillas y da unos pasitos hacia su tesoro, una caja de cartón con dibujos de colores. En el fondo, una bolita marrón que la observa desde las profundidades incomprensibles de la mente gatuna. La coge en brazos y se acercan a la ventana. Miran lejos. Rodeadas por esas cuatro paredes de barro tan parecidas a lo de afuera, a ese horizonte envolvente, circular, claustrofóbico. Deja la gata en el suelo y hace la cama. Estira cada punta hasta que no quedan arrugas. Recorre con la mirada toda la habitación; la cama, la mesita, la silla y la gata. No hay nada más. Se pone su cadenita, su talismán, y sale.
    La nena siguió mirando siempre al horizonte, insistente. Pasó la infancia siendo la cabecilla de una tribu de salvajes como ella. Explorando su mundo, apurando aventuras en miniatura, comiéndose las etapas a bocados, a trancos largos, como si tuviera prisa. A los doce años el cabello le crecía en cascada, oscuro y caudaloso; una trenza equina con potencia para remolcar un mundo. Viajaba en tren a menudo, con sus hermanos adoptivos. Cabalgaba el vagón de carga ida y vuelta a la ciudad, con las provisiones que le encargaba Gregoria. En cuanto la vio nacer la quiso con el alma, le dio tanto cariño y cuidados que Mercedes se rindió. Aceptarla como madre fue su capitulación. Esta nena podía atravesar la pampa cabalgando a pelo, podía desaparecer en el horizonte y no detenerse nunca, podía ser Juana Azurduy, pero renunció. Por amor a Gregoria. Ella murió pronto y allí, en su lecho de muerte —antes de que pudiera llegar a adulta, antes de que pudiera aprender a defenderse del amor de esta otra madre—, le hizo prometer ser buena. Mercedes, sé buena. Y Mercedes cumplió, cuanto pudo, con la promesa.
    Con los años, los hombres de la familia se murieron o se fueron. Quedaron las cuatro mujeres. Modesta, la hija mayor de Gregoria y nueva matriarca indiscutible, pura raza criolla, oscura y risueña, dominante y adorada. Inés y Esther, las dos hijas adoratrices de Modesta, y Mercedes siempre allí, estando sin estar. Como un lobo haciéndose pasar por perro por mandato divino. Componía un vestido diferente cada día, o una blusa, o una pollera. Cosidos, bordados y planchados. Ninguno mejor en el pueblo. Ninguna más peinada, elegante y orgullosa que ella. Angulosa y reluciente, reía con la boca enorme abierta, con las manos en las caderas, vendiendo pañuelos y pastelitos en la plaza, complaciendo a los vecinos, a los niños, a la familia y a la madre que no la parió, pero que la seguía vigilando. Ella aún era buena.
    Nadie entendió porqué un día decidió casarse con ese hombre petiso que la rondaba por las tardes en su motoneta. Después de estudiarlo un tiempo desde las cimas de sus ensueños, decidió que este hombre bueno, anónimo e intrascendente —como todos los hombres de la familia—, sería el padre. Parió a una niña y se fue. Recogió unas pocas prendas y marchó tras la polvareda, sin decir nada. Todas las direcciones son la misma en el desierto, eso lo sabía.
    Anduvo rodando así mucho tiempo, ganándose la vida con sus astucias de domadora, de encantadora de gallinas, de conjuradora de pestes, de amansadora de rayos. Haciéndose pasar por quien realmente era, intentando resurgir de la grieta de dos traiciones, la de abandonar y la de ser abandonada. Nunca dejó de buscar a las suyas, y nunca las encontró. Las escaleras del tiempo hay que subirlas, no bajarlas, esta era la magia aún le quedaba por aprender.

    Mamá, abuela, abuelas, les escribo desde el otro lado del mundo. Hasta aquí me ha traído nuestra barquita ancestral, hecha de emociones comunes, de alianza y de mandato. A veces me siento sola en este camino, me olvido que es el nuestro y que ustedes están en él conmigo. Sigo su ejemplo de mujeres que reman sin miedo hacia lo que da más miedo, llevo su hierro en las venas. No su apellido. Tal vez su cara, o sus ojos, o su piel; tal vez algo más profundo que no sé, ni se ve. Las otras madres y abuelas, no trastabillan entre retornos y huidas, no flotan entre las bambalinas del tiempo, están presentes físicamente, o como recuerdos vivos en fotos, en ropas, en historias, en casas queridas. Ustedes no, eligieron ser los espíritus que van y vienen, libres e invisibles. Este es nuestro pacto. El precio que pagamos no es más alto que otros: es la ilegitimidad. Ser las errantes es nuestra tradición y yo la honro. Venimos a mostrar que hay otro lado, que hay otras maneras, que hay diferentes. Este es nuestro regalo para el mundo. Por eso quiero prometerles que no voy a parar hasta llevar la barquita más allá del más allá, no voy a parar hasta poder subir las escaleras del tiempo. Allá están ustedes y estamos todas. Somos del viento, somos Carmen.





martes, 21 de enero de 2025

La partida infinita

 

 

— Una partida más, va.

— Uf…. Llevamos 2 horas así.

— ¿Tienes algo mejor que hacer?

Las luces de los coches pasando rápidos por la avenida, llevando a la gente a su casa después del trabajo. El cielo amarillo, el aire irrespirable de siempre.

— No, la verdad. Lo sabes muy bien.

— ¿Entonces?

Barajó las cartas entre resignado y molesto.

— ¿Has sabido algo de tu hija?  

—Está volviendo, ya no soporta estar allá.

— Emigrando se pierde el alma. Yo todavía no la he recuperado.

— Tú eres de aquí. Si no, cuando tuviste el accidente hubieras vuelto a tu tierra.

— ¿Volver? ¿Para qué? Ya es suficiente que me enterraran allí. Nosotros ya no vamos a ninguna parte. Sabemos que esta partida es infinita.

— Ya empiezas, cuando te pones melodramático es que vas perdiendo.

Lanza sus cuatro ases sobre la mesa. Los parroquianos llegan y se van. Los días y las noches vienen y se van, el bar nunca cierra para ellos. 

¿La rutina o el final de la rutina?

 


El señor Ramón no cabía en sí de emoción, los pasos que lo habían llevado al éxito no le producían ningún orgullo, pero tampoco vergüenza. Abrió mecánicamente el cajón y cogió las llaves, los cigarros y la libreta. Un empujón a la puerta giratoria y ya estaba fuera.  Puso en marcha el coche, el motor resopló y se resistió como siempre. Es como una metáfora, pensó, que las cosas funcionen no es automático, ni silencioso, ni indoloro.  
Unos cuantos kilómetros, un par de cigarros y aparcar detrás de la finca, donde la fila de olmos retorcidos y el vertedero de muebles. Otra escenografía perfecta. Vaya con el guionista de mi vida. ¿Qué viene ahora? Meter la llave en la cerradura. Pollo frío y vino. Masticar y beber y sentir el alcohol subiendo poco a poco los decibeles del pensamiento, hasta arrancar las palabras. Libreta. Borronear durante horas. Dormir sin sueño.  
No va de emborracharse, tampoco de jugar al antihéroe, pero no sabe cómo dejar de hacer ninguna de las dos cosas. Mario vendrá mañana a por el texto. Será un striptease, una exhibición del circo de su vejez. Madurez poética le llamarán. El ego ya no se infla, ni reacciona. Solo la emoción, tal vez la emoción de la llama que se sabe moribunda. Que así sea pues, bienvenida la pirotecnia que aturde y exalta y olvida.

Relato. Madre Tierra (ejemplo de realismo mágico) En la Vila había dos maneras de tener un hijo, hacerlo de forma natural o a trav...

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