sábado, 25 de enero de 2025

Las indias


La noche es fría y limpia, Carmen mira al cielo estrellado, estirada en medio del campo abierto. Tiene la mente en blanco, se deja ir y es como morirse un poco. Siente que el frío y la luz plateada le limpian el alma. Hoy ha caminado un trecho largo, el barranco salado, el viento amargo, el sol picante, nada de agua. Esta tierra siempre tiene sed. En el fondo del valle, se desparraman las lucecitas de un pueblo, sobre el telón arrugado de la montaña. Carmen está preñada. Una curva suave, apenas visible en su cuerpo fuerte. Le pesa lo justo. Se enfila a la calle única del pueblo y golpea una de las puertas, entreabierta y ruinosa como todas. El silencio siempre la tranquiliza, le acalla los pensamientos. Cuando el silencio reina, ella se siente segura.
    — Buen día, amiga… He caminado muchos días y muchas noches. No soy nadie y no vengo de ninguna parte… ¿me deja pasar? La mujer la repasa con la mirada, sin sorpresa ni desagrado, las hermanas del polvo y el cansancio se reconocen.
    — Comida no hay mucha, pero si quiere descansar unos días.. esta es su casa.

La arena bailotea fuera, compone círculos y trayectorias imprevisibles, se asoma por debajo de la puerta, sin ganas de parar en ninguna parte. Carmen y Gregoria congenian. Un jarrito hierve en el fuego. Se pasan el mate en silencio. El parto fue sencillo, no llamó la atención de nadie. La bebé está tranquila y ella también.
— ¿La espera alguien a usted?
— No…  nunca me esperó nadie. Parece que escapo, pero estoy siempre volviendo.
— ¿Seguirá viaje?
— Seguiré viaje, a ella se la dejo. Se llama Mercedes. Cuando quiera irse, déjela. Solo le pido eso.
    Una mañana sin sol, sin nubes, de aire marrón, Carmen desapareció de nuevo en el desierto. Cada paso hacia la inmensa nada le va devolviendo la fuerza. También dormir al raso, sin sueños, hundida en la tierra que se traga su angustia. El siguiente pueblo y el siguiente y el siguiente la ven llegar e irse. No mira atrás. Ni una vez.
    Mercedes nació sabiéndose una extraña. Por eso crece sin preguntar nada. Esta mañana, como todas, despierta en su cama bajo la manta tosca y respira profundamente, descubriendo los olores nuevos de siempre. La claridad de la mañana apenas se intuye. La puerta, la ventanita, la silla, las cortinas, son como apariciones. Nada le resulta demasiado familiar. Se pone las zapatillas y da unos pasitos hacia su tesoro, una caja de cartón con dibujos de colores. En el fondo, una bolita marrón que la observa desde las profundidades incomprensibles de la mente gatuna. La coge en brazos y se acercan a la ventana. Miran lejos. Rodeadas por esas cuatro paredes de barro tan parecidas a lo de afuera, a ese horizonte envolvente, circular, claustrofóbico. Deja la gata en el suelo y hace la cama. Estira cada punta hasta que no quedan arrugas. Recorre con la mirada toda la habitación; la cama, la mesita, la silla y la gata. No hay nada más. Se pone su cadenita, su talismán, y sale.
    La nena siguió mirando siempre al horizonte, insistente. Pasó la infancia siendo la cabecilla de una tribu de salvajes como ella. Explorando su mundo, apurando aventuras en miniatura, comiéndose las etapas a bocados, a trancos largos, como si tuviera prisa. A los doce años el cabello le crecía en cascada, oscuro y caudaloso; una trenza equina con potencia para remolcar un mundo. Viajaba en tren a menudo, con sus hermanos adoptivos. Cabalgaba el vagón de carga ida y vuelta a la ciudad, con las provisiones que le encargaba Gregoria. En cuanto la vio nacer la quiso con el alma, le dio tanto cariño y cuidados que Mercedes se rindió. Aceptarla como madre fue su capitulación. Esta nena podía atravesar la pampa cabalgando a pelo, podía desaparecer en el horizonte y no detenerse nunca, podía ser Juana Azurduy, pero renunció. Por amor a Gregoria. Ella murió pronto y allí, en su lecho de muerte —antes de que pudiera llegar a adulta, antes de que pudiera aprender a defenderse del amor de esta otra madre—, le hizo prometer ser buena. Mercedes, sé buena. Y Mercedes cumplió, cuanto pudo, con la promesa.
    Con los años, los hombres de la familia se murieron o se fueron. Quedaron las cuatro mujeres. Modesta, la hija mayor de Gregoria y nueva matriarca indiscutible, pura raza criolla, oscura y risueña, dominante y adorada. Inés y Esther, las dos hijas adoratrices de Modesta, y Mercedes siempre allí, estando sin estar. Como un lobo haciéndose pasar por perro por mandato divino. Componía un vestido diferente cada día, o una blusa, o una pollera. Cosidos, bordados y planchados. Ninguno mejor en el pueblo. Ninguna más peinada, elegante y orgullosa que ella. Angulosa y reluciente, reía con la boca enorme abierta, con las manos en las caderas, vendiendo pañuelos y pastelitos en la plaza, complaciendo a los vecinos, a los niños, a la familia y a la madre que no la parió, pero que la seguía vigilando. Ella aún era buena.
    Nadie entendió porqué un día decidió casarse con ese hombre petiso que la rondaba por las tardes en su motoneta. Después de estudiarlo un tiempo desde las cimas de sus ensueños, decidió que este hombre bueno, anónimo e intrascendente —como todos los hombres de la familia—, sería el padre. Parió a una niña y se fue. Recogió unas pocas prendas y marchó tras la polvareda, sin decir nada. Todas las direcciones son la misma en el desierto, eso lo sabía.
    Anduvo rodando así mucho tiempo, ganándose la vida con sus astucias de domadora, de encantadora de gallinas, de conjuradora de pestes, de amansadora de rayos. Haciéndose pasar por quien realmente era, intentando resurgir de la grieta de dos traiciones, la de abandonar y la de ser abandonada. Nunca dejó de buscar a las suyas, y nunca las encontró. Las escaleras del tiempo hay que subirlas, no bajarlas, esta era la magia aún le quedaba por aprender.

    Mamá, abuela, abuelas, les escribo desde el otro lado del mundo. Hasta aquí me ha traído nuestra barquita ancestral, hecha de emociones comunes, de alianza y de mandato. A veces me siento sola en este camino, me olvido que es el nuestro y que ustedes están en él conmigo. Sigo su ejemplo de mujeres que reman sin miedo hacia lo que da más miedo, llevo su hierro en las venas. No su apellido. Tal vez su cara, o sus ojos, o su piel; tal vez algo más profundo que no sé, ni se ve. Las otras madres y abuelas, no trastabillan entre retornos y huidas, no flotan entre las bambalinas del tiempo, están presentes físicamente, o como recuerdos vivos en fotos, en ropas, en historias, en casas queridas. Ustedes no, eligieron ser los espíritus que van y vienen, libres e invisibles. Este es nuestro pacto. El precio que pagamos no es más alto que otros: es la ilegitimidad. Ser las errantes es nuestra tradición y yo la honro. Venimos a mostrar que hay otro lado, que hay otras maneras, que hay diferentes. Este es nuestro regalo para el mundo. Por eso quiero prometerles que no voy a parar hasta llevar la barquita más allá del más allá, no voy a parar hasta poder subir las escaleras del tiempo. Allá están ustedes y estamos todas. Somos del viento, somos Carmen.





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