Historia de Mercedes
A la niña pequeña la abandonaron en el desierto, en medio de las piedras y el polvo. La encontraron dos ferroviarios. Se había estropeado la máquina, y bajaron para intentar ponerla otra vez en marcha, llave en mano, grasientos y sudados. El aire era tórrido y bestial, el paisaje también. De la parte joven del mundo, esa que siempre estará a medio explorar. Vieron a la niña erguida en el sol, oscura y desafiante. Cubierta de polvo, sin soltar ni una lágrima. Tan seca como el paisaje. Se diría que estaba esperando al tren en una estación, decidida a seguir su viaje.
En su nuevo pueblo pasó la infancia siendo la cabecilla de una tribu de salvajes como ella. Explorando su mundo, apurando aventuras en miniatura, comiéndose las etapas a bocados, a trancos largos, como si tuviera prisa. A los doce años el cabello le crecía en cascada, oscuro y caudaloso. Una trenza equina con potencia para remolcar un mundo. Viajaba en tren a menudo, con sus hermanos adoptivos. Cabalgaba el vagón de carga ida y vuelta a la ciudad, con las provisiones que le encargaba Gregoria, la mujer que la había acogido como hija. En cuanto vio a la pequeña salvaje que le trajeron sus hijos del desierto, la quiso con el alma. La adoptó en su corazón, le dio tanto cariño y cuidados que la nena se rindió. Aceptarla como madre fue su capitulación, su punto débil. Esta niña podía atravesar la pampa cabalgando a pelo, podía desaparecer en el horizonte y no detenerse nunca, podía ser Juana Azurduy, pero renunció. Por amor a Gregoria.
Gregoria murió pronto y fue allí, en su lecho de muerte —antes de que pudiera llegar a mujer, antes de que pudiera aprender a defenderse del amor de esta otra madre—, que le hizo prometer ser buena. Mercedes, sé buena. Y Mercedes cumplió, decididamente, con la promesa.
Pasaron años, los hombres de la familia se murieron o se fueron y quedaron cuatro mujeres. Modesta, la hija mayor de Gregoria y nueva matriarca indiscutible. Pura raza criolla, dura y risueña, dominante y adorada. Inés y Esther, las dos hijas adoratrices y Mercedes siempre allí, estando sin estar. Como un lobo haciéndose pasar por perro por mandato divino.
Cosía un vestido diferente cada día, o una blusa, o una pollera. Cosidos, bordados y planchados. Ninguno mejor en el barrio. Ninguna más peinada, elegante y orgullosa que ella. Reía con la boca enorme abierta, con las manos en las caderas, vendiendo galletitas y bombones en Casa Tía, complaciendo a los jefes, a los clientes, y a la familia que está en los cielos. Nadie llegó a explicarse porqué un día decidió casarse con ese hombre petiso que la venía a buscar en motoneta. Pero tuvo sus hijos, arropó sus muertos, alejó catástrofes, quemó las cerillas que le tocaban viéndolas quemarse, viéndolas desaparecer una a una sin revelarle nada. Con los años bajó las garras y los dientes se le hicieron romos, la mirada antes lejana se le volvió hacia dentro, hasta quedarse parada en un horizonte interior, inalcanzable. Buscó siempre a las suyas, y nunca las encontró. Las suyas estaban arriba; las abuelas perdidas. Las escaleras del tiempo hay que subirlas, no bajarlas, este es el super-poder que no supo aprender.
Qué ganas de seguir leyendo esta historia! Espero que hayas escrito mucho estas semanas y la compartas en el grupo este finde!
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