viernes, 18 de octubre de 2024

Sandy

Hasta hace unos días estaba bajo el cálido sol, junto al mar en una playa apenas conocida.

Ella vino un día, se tumbó sobre mi, acaricié su espalda y le di calor. Noté cómo su cuerpo se relajaba a mi contacto. Después ella se dio la vuelta y pude tocar su rostro, sus labios.

Pasó un tiempo así, hasta que se incorporó de rodillas y me tomó entre sus manos, me sonrió.

Sacó de una bolsa un pequeño tarro y me llevó con ella dentro de él.

Viajamos durante horas y finalmente llegamos a su casa donde me colocó junto a su cama, al lado de otros tarros que contenían arena como yo, pero de otros lugares. Tenemos diferentes texturas y colores.

Ella de vez en cuando nos coloca entre sus manos, una a una y noto cómo su mirada regresa a otros lugares, a otros momentos.

Todas somos lo mismo y no lo somos, ella y nosotras. Si nos tratas bien, nos pegamos a ti, si nos oprimes, nos escurrimos de entre tus dedos, somos difíciles de atrapar.

Estoy bien, no creáis, pero en ocasiones echo de menos la playa en que nací, el rumos del agua besándome, la energía del sol y la luna sobre mi.

Se que no volveré jamás a ese lugar, pero quien sabe qué caminos recorreré, qué palabras escucharé, qué vientos me tocarán...

Lo que sé seguro, porque ella me lo ha dicho es que la cubriré  cuando llegue el final de sus días, que junto a las otras arenas, mis hermanas, seré lo último que toque su piel.

La india (boceto)

Historia de Mercedes


A la niña pequeña la abandonaron en el desierto, en medio de las piedras y el polvo. La encontraron dos ferroviarios. Se había estropeado la máquina, y bajaron para intentar ponerla otra vez en marcha, llave en mano, grasientos y sudados. El aire era tórrido y bestial, el paisaje también. De la parte joven del mundo, esa que siempre estará a medio explorar. Vieron a la niña erguida en el sol, oscura y desafiante. Cubierta de polvo, sin soltar ni una lágrima. Tan seca como el paisaje. Se diría que estaba esperando al tren en una estación, decidida a seguir su viaje. 

En su nuevo pueblo pasó la infancia siendo la cabecilla de una tribu de salvajes como ella. Explorando su mundo, apurando aventuras en miniatura, comiéndose las etapas a bocados, a trancos largos, como si tuviera prisa. A los doce años el cabello le crecía en cascada, oscuro y caudaloso. Una trenza equina con potencia para remolcar un mundo. Viajaba en tren a menudo, con sus hermanos adoptivos. Cabalgaba el vagón de carga ida y vuelta a la ciudad, con las provisiones que le encargaba Gregoria, la mujer que la había acogido como hija. En cuanto vio a la pequeña salvaje que le trajeron sus hijos del desierto, la quiso con el alma. La adoptó en su corazón, le dio tanto cariño y cuidados que la nena se rindió. Aceptarla como madre fue su capitulación, su punto débil. Esta niña podía atravesar la pampa cabalgando a pelo, podía desaparecer en el horizonte y no detenerse nunca, podía ser Juana Azurduy, pero renunció. Por amor a Gregoria. 

Gregoria murió pronto y fue allí, en su lecho de muerte —antes de que pudiera llegar a mujer, antes de que pudiera aprender a defenderse del amor de esta otra madre—, que le hizo prometer ser buena. Mercedes, sé buena. Y Mercedes cumplió, decididamente, con la promesa. 

Pasaron años, los hombres de la familia se murieron o se fueron y quedaron cuatro mujeres. Modesta, la hija mayor de Gregoria y nueva matriarca indiscutible. Pura raza criolla, dura y risueña, dominante y adorada. Inés y Esther, las dos hijas adoratrices y Mercedes siempre allí, estando sin estar. Como un lobo haciéndose pasar por perro por mandato divino. 

Cosía un vestido diferente cada día, o una blusa, o una pollera. Cosidos, bordados y planchados. Ninguno mejor en el barrio. Ninguna más peinada, elegante y orgullosa que ella. Reía con la boca enorme abierta, con las manos en las caderas, vendiendo galletitas y bombones en Casa Tía, complaciendo a los jefes, a los clientes, y a la familia que está en los cielos. Nadie llegó a explicarse porqué un día decidió casarse con ese hombre petiso que la venía a buscar en motoneta. Pero tuvo sus hijos, arropó sus muertos, alejó catástrofes, quemó las cerillas que le tocaban viéndolas quemarse, viéndolas desaparecer una a una sin revelarle nada. Con los años bajó las garras y los dientes se le hicieron romos, la mirada antes lejana se le volvió hacia dentro, hasta quedarse parada en un horizonte interior, inalcanzable. Buscó siempre a las suyas, y nunca las encontró. Las suyas estaban arriba; las abuelas perdidas. Las escaleras del tiempo hay que subirlas, no bajarlas, este es el super-poder que no supo aprender. 


El termo

Soy el termo de café de Gabriela. Ella me cuida mucho, siempre está pendiente de donde me deja. A veces me pierde de vista, e inmediatamente comienza a hacer movimientos nerviosos, mira a izquierda y derecha, salta de la silla y sale zumbando hacia la última aula donde estuvo, después a la biblioteca, después al patio, pregunta a todas las que se le cruzan por el pasillo, hasta que por fin me avista y se calma. Crisis superada. Me coge entre sus manos y respira hondo. 

    Sé que no concibe su vida sin mí, pero yo me pregunto si hay algo más para mí que el café de especialidad de cada día. Ya sé que no debería quejarme, mi vida es interesante; salimos al monte, a la montaña, a la playa, al teatro, de visita, a veces paseamos por ciudades nuevas, leemos tranquilamente junto al fuego o la ventana abierta. Siento el cariño que me transmite al cogerme suavemente. Pero… ¿y si un día dejara de mantener la temperatura? Gabriela es muy estricta: el café tiene que aguantar caliente al menos dos horas.

    Sin embargo, no tengo miedo. Al pensar en esto vislumbro mi única posibilidad de escapatoria, de trascendencia, de trasformación esencial. En lo profundo de mi alma, quiero que llegue ese día. Quiero pasar esa inevitable temporada de olvido en la oscuridad del armario, donde un día aparecerá la cara de Ana, y luego su mano, y luego la luz del jardín, la tierra fresca, el tacto inquieto de las raíces de una planta de flor. Algún día seré maceta.

Relato. Madre Tierra (ejemplo de realismo mágico) En la Vila había dos maneras de tener un hijo, hacerlo de forma natural o a trav...

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